sábado, 9 de abril de 2011

Epitafio o última voluntad



Lego a mi único hijo todas mis deudas.

Debo un poco a todo el mundo. Incluso la poca riqueza que obtuve con los libros y los viajes se debió a esta deuda vergonzosa e inmensa con la atolondrada humanidad.


jueves, 7 de abril de 2011

Aforismo




A lo largo de los años, 
hice el amor por amor
y por accidente,


y sólo guardo 
dulce recuerdo
de los segundos.


El amor 
es el peor
de los accidentes.




miércoles, 6 de abril de 2011

De cínicos, canallas y escuelas


Finalmente, cerca ya de la mitad de mi vida, logro discernir entre dos sujetos que antes siempre se me habían presentado confundidos; confundidos, como es natural, entre la bendita multitud, pero también, y esto seguramente me empujó a minúsculas injusticias (si no a imperceptibles derrotas), confundidos el uno con el otro.
Jamás padecí el despreciable vicio de identificarme con lo estúpido que fui en cada edad. Me enerva volverme atrás, hacia el pasado. Encontrarme esa imagen absurda y equivocada de mí mismo devolviéndome la mirada. Primero porque no soporto sus reproches, mayormente: no has cumplido no sé qué sueños. Y segundo porque tal vez ando demasiado ocupado aumentando las dimensiones de aquellos sueños infantiles.
La vida se me había puesto cuesta arriba y siempre es una tentación deslizarse cuesta abajo. Cruzaba esa monótona noche un paso de cebra a paso salvaje, alejándome como alma que lleva el diablo del recital de un amigo poeta, o un poeta amigo (ahora no recuerdo), cuando se impuso entre mis pensamientos esta iluminación.

Años antes había escrito un "Índice de caracteres kafkianos". 

Para mí el checo era un autor de profundidad psicológica que escribía autoayuda, aunque ´conocí a un chileno que echaba el tarot en un café parisino para quien su obra era esquizofrénica. "Kafka", dijo referiéndose a su obra, "es pura esquizofrenia"; entonces pensé que el chileno no podía haber leído a Kafka, lo cual era increíble, o que los libros que él leyó y los míos no eran los mismos, lo que no tenía sentido, pues sencillamente yo no era el chileno ni quería serlo, y a lo mejor sí quería ser Kafka, o escribir como Kafka, y hasta mejor que Kafka (pues yo era aún muy joven y me drogaba), y me consolaba pensar que sólo intentarlo me hacía mejor que aquel cabro chileno que seguro odiaba a Kafka porque en su juventud, más o menos con mi edad y otros alteradores de la realidad como la pura envidia, intentó coronar sin éxito la suela gastada de sus zapatos de escritor muerto para siempre y no comprendió nada. 


Ni cómo se ponen esos ojos duros y frágiles, ni cómo se muere uno para siempre.

Atravesé las puertas de cristal del café reprimiendo la cólera. No quería ser linchado por la legión de fans del brujo que hacían cola y el rastrillo de baba. A unas tres manzanas de esa discordia, me abordó la revelación.

Mi maestro Gorgia me dijo una vez en Amsterdam que antes de participar al lector una revelación que trasciende el argumento se deben conceder tres minutos de prosa pesada, confusa o llanamente aburrida. Así se libra uno de los Canallas. (Su escuela, si se puede llamar así, no solo cree en el poder de la literatura, una demencia bastante común, sino que cree hasta el punto de tomar medidas responsables al respecto.) 

Hay que hacer que las ratas abandonen el libro.

Ahora sé que durante todos estos años he estado eludiendo la compañía tanto de Canallas como de Cínicos. Sus rostros, superpuestos, me habían ofrecido en cada ocasión una única cara más bien amable, ansiosamente amable realmente, y ahora no sabía cuándo ni con quién me había equivocado tanto.
Lo único que sabía con seguridad era que debía haber continuado desarrollando mi cuaderno de tipos. Un "Índice de caracteres" como el de Kafka o el de Gorgia, quien nunca creyó en la psicología, pero al que las formas del ser le preocuparon tanto como a Freud el sexo.
Estas dos noches que presento aquí solapan dos acontecimientos muy distantes en el tiempo. La noche en que una sonrisa de chivo  mateando en una pezuña me mostró el rostro de toda la canalla del planeta y la noche en que me vengo a dar cuenta de cuántos justos había entre aquella misma canalla.


Entre líneas, si se tiene buen oído, se apreciará el leve tarareo de una palinodia.


Supongo que mi perplejidad no es comparable con la del químico que al aislar un raro virus termina identificándolo con el paracetamol que le está matando. Pero al pesar de tratarse de un descubrimiento tardío le sucede la alegría de creer contar con bastante tiempo como para aprovecharlo.
Los Canallas son los hipócritas de toda la vida, todo el mundo a decir de algunos, especialmente los inmiscuidos en la política y la construcción, y en las artes, sobremanera los músicos, los fotógrafos, los actores y todos los que trabajan en el cine. 


Los hombres, en general. Unos con más talento que otros.


Visiblemente afectado decidí entrar en un bar al que no entraría en ninguna otra circunstancia. Echaban un partido de fútbol. Debajo del televisor se apelotonaba una bravía tertulia de hombres, y, entre ellos, me sorprendió reconocer dos caras. Dos tipos que conocía del teatro y que por el modo de ignorarse mutuamente yo sabía se odiaban a muerte. 
Su rivalidad era bastante pintoresca, apenas se conocían. Seguramente mediaba en ello alguna mujer (o una tercera persona de sexo indeterminado). Físicamente eran tan parecidos que pasarían por hermanos ante cualquiera.
Incluso en aquel apretado antro se resistían a dirigirse la palabra. Únicamente en el intermedio del partido, cuando los hombres comenzaron a hablar de mujeres, intercambiaron una recíproca mirada de odio.
El Canalla alardeó de no sé qué conquista. Si verdaderamente se daba alguna maña con las mujeres se hizo patente que se debía a que las despreciaba profundamente; quiero decir que probablemente le importaba su compañía y todos los nombres comunes asociadas a ellas pero ninguno propio, por lo que se podía permitir darles bola en todo y no contradecirlas más que para sacarlas de su cama.
Fue en ese instante exacto cuando El Cínico no pudo ocultar su profunda mirada de misericordia, unos ojos que decían "pobre hombre" (o: "pobre imbécil") y que El Canalla supo reconocer sin disimular su rencor y un poquito de miedo, quizá pensando que una indiscreción del Cínico podría jorobarle algún plan.
A mí me pareció tan curioso que un Canalla dejara de serlo en un petí comité de varoniles petimetres como que un Cínico no dejara de serlo nunca. 


Les doy este nombre a capricho, quizás me son tan similares que considero se merecen apelativos con una misma etimología. (De diferente procedencia, eso sí: una es griega y superviviente por una gracia de la filosofía, otra bastardo romance, italianismo agarrado como chinche a la germanía.) Una versión popular nos arrojaría  al Canalla como el Alma de la Fiesta y le perdonaríamos muchas cosas, sobre todo en los países latinos (léase Berlusconi, el cantante melódico de cruceros), y así mismo veríamos en el Cínico al proverbial Aguafiestas (léase, verbigracia, Diógenes tinajícola).
Los corolarios de esta revelación son infinitos y aplicables en cada nanosegundo de experiencia humana. Sin duda existen Cínicas y Canallas pero para desenmascararlas no basta con colocar micrófonos en una conversación femenina sin la presencia de hombre alguno. 


Todos los hombres saben que las mujeres prefieren a los Canallas. 


Todos los hombres, a la larga, prefieren ser Canallas.


Todos, sin embargo, ignoran la existencia de resistentes pertinaces, ésta es la buena nueva... la mala es que no tardan en volverse Cínicos.


Yo, por ejemplo, ¿cómo me las habré arreglado para no haber entrado al bar del partido de fútbol ni haber participado en la chistosa conversa de machitos hasta cerca de la mitad de mi vida?


Esto lo ignoro. 


Una parte de mí no tiene nada en contra de ello.



viernes, 1 de abril de 2011

El cierre de Al Faro


Mientras no escampe, en nuestro interminable regreso a casa habremos de aprovechar cualquier asío; ese peculiar trance en que cesa la lluvia y que tan sólo dura un instante.

El café librería Al Faro ha cerrado. 


El refugio del callejón Deán Palahí fue más que un asío para la ciudad que se levanta sobre esta laguna seca. Más que un combinado de madera, ladrillo y luz indirecta, e incluso más que el wifi y un par de torreones de libros.
  
Digo fue y aún me suena extraño. Todavía no he rodeado su entero significado ni he tejido una nueva estratagema para evitar perecer a la emboscada de tedio que son las ciudades cortas. 


Me temo que siempre tardo un poco con estas cosas que de repente son historia. 


Fue lanzadera escogida de una buena tonga de libros en su viaje al limbo de las estanterías, fue improvisado gimnasio de recitales intempestivos, fue piscina sin fondo ni socorrista, fue refugio atómico donde se ponía cara y cruz al azar de ciertas líneas, fue cuatro paredes con oídos para el griego clásico y el moderno, para el latín, el portugués, el provenzal, el alemán, el sueco, el árabe, el catalán, el esperanto, el esperpento y cualquier otro imaginable encanto; mitad pabellón auditivo, mitad psiquiátrico.


Pero para mí fue sobretodo el hogar de la tertulia homónima, la casa tomada y esa comunicación extraña que a pocos les llega la vida a alcanzar siquiera una vez.


Un lujo verdadero, si se puede pedir más.