miércoles, 25 de mayo de 2011

Rajar de Borges en nuestros tiempos






Volver sobre Jorge Luis Borges, cuando uno jamás ha tratado de apartarse de su lado y tampoco ve oportuno salir en su defensa, debe considerarse, al menos acá, un percance de patio colegio, si no una riña de suburbio. 

En este mundillo, todos los días alguien se envalentona e intenta clavarle una punta. El borgecidio es una moda antigua y sórdida. Muy propia de aquella Aspaña Negra que rezaba el casticismo y merendaba barojadas y marañones. 

Son, en definitiva, la misma conjura de necios que se levantó, al menos acá, contra Galdós (a quien probablemente Borges no leyera). Y yo les hago el mismo caso que me inspiran moralinas y menendeces. 

De existir un rasgo infalible para identificar como clásico a un autor, me decanto por el hecho de que sus detractores consideren su rechazo una forma de transgresión.


Por eso a quienes realmente envidio es a los muchos lectores que confiesan no entender a Borges. Yo apenas he reservado un solo placer para el futuro.

Ah, ahora recuerdo por qué toco el tema Borges.

Este fin de semana leí, en uno de esos suplementos culturales, a una colmena de escritores despachándole, la mayoría elogiosamente. Quería escribir algo al hilo de lo que decía Rafael Reig (a cuyo blog linqueo desde ya mismo), pero el artículo se ha traspapelado en el diógenes de mi viejo. 

Me parece recordar que el Auster se merecía una pequeña pulla (sí, verbigracia, me refiero al pájaro). Había pie para volver sobre David Foster Wallace y Raymond Carver, que para mí siempre son excusa para hablar de las bromas infinitas de Henry Miller o Donald Barthelme, y Bukowski, y Chéjov. Asombrarme de los libros que no leyó Borges. Renombrar a Bolaño como el último mohicano. Reconocer impúdicamente la práctica del griego (y el latín). Y, en fin, sopesar la sombra de los espejos, la naturaleza de los anillos mágicos, los laberintos y todo lo que no es Borges; lo que es más borgesco que borgiano.

Ah, y Reig, y Clarín, y Galdós, y más cosas de las que en su momento me puse ciego y ahora he olvidado, junto a la ilación que las haría legibles.

Es un misterio que de tratar lo eterno y lo cíclico solamente persistan en la memoria estas ganas de rajar a un chulo.

Cosas del más allá, al menos acá.


lunes, 16 de mayo de 2011

Ceci n'est pas une pipe


                                               Imagen: Emilio Garrido



Ocurrió en 2011, bien mediado mayo, cuando ya parecía que iba a pasar otro año sin formar parte de la Feria del Libro, ni siquiera como público.

A decir verdad, resultaba extraño. Aún no se había publicado su libro. Entonces ni siquiera se reconocía a sí mismo como escritor. Algunos conocidos suyos le tenían por tal y así le presentaban a sus amistades, algunos en broma, otros por vergüenza. Sus otras ocupaciones se consideraban todavía más degradantes.

Al otro lado del teléfono, el periodista prefirió tomarlo por ignorante cuando no reconoció el medio para el que dijo trabajar (y cuyo nombre le pareció apropiado para una hoja parroquial). Pero estaba dispuesto a cualquier cosa. Le habían rechazado como figurante en una película de bajo presupuesto y en las salas de billar hacía tiempo que sólo se apostaba la próxima ronda.

—Está bien —dijo después de que la voz dejara de reír tras rogarle que le adelantara las preguntas por mail y justo antes de facilitarle las señas de una cafetería prudencialmente cercana a su guarida.

A la mañana siguiente se encontraba a la mesa con un redactor y un reportero gráfico, ambos más jóvenes que él, esperando su primer café; detalle que se traducía en un babilón pastoso que le obligaba a repetirlo todo dos veces, de modo que la frase perdía toda naturalidad.

Había acudido a la cita convencido a dejar correr la ocasión y ceder la patata a otros dos autores hispanoafricanos con los que había intercambiado teléfonos. Aunque más tarde desistió de compartir aquella suerte con nadie a quien apreciara.

La pareja de jóvenes emprendedores mediáticos había parido un ambicioso e innovador proyecto-cultural. Aguardaban a tenerlo terminado para recorrerse los ayuntamientos y recaudar su respectiva subvención en favor de las letras. La innovación residía en un mosaico de retratos de cuantos plumíferos hispanohawaianos pudieran echarse a la espalda, a cada uno de los cuales le ordeñarían un chorrito de ingenio en relación al Libro o a la Literatura.

(Las formas más respetables de indigencia).

El inédito y oscuro novelista hispanofañoso se achicaba por momentos en su incómoda silla. Su conocida timidez se encontraba a punto de saltar la mesa y aferrarse homicida al cuello de su interlocutor. En cambio pagó sus siete barraquitos y dejó que le acompañaran a su gruta para la sesión fotográfica.

(La verdadera humillación no requiere testigos).

El fotógrafo insistió en tomar como fondo su destartalada estantería repleta de lecturas desordenadas. Sugirió que apoyase su mano graciosamente en el mentón, en pose reflexiva, y declinase la cabeza en latín para reforzar la impresión. El retrato se editará en blanco y negro y así asemejará un escritor años treinta-setenta.

(Que todos los grandes escritores estén muertos no es para ponerse paranoico, sino para conservar mediocremente la calma).

Durante unos minutos se impuso el desconcierto. Se rascó la frente por donde amanece normalmente la urticaria en reacción al tópico. Incluso suplicó ser inmortalizado junto a su televisor averiado hace tres años, o cogido a su tabla de surf en bata ante el muelle cielo con panzaburro.


(Si bastara con ser sincero para resultar original nadie lo sería).

El chico tras el objetivo escuchaba cada una de sus sugerencias con la displicencia del ufano ante el profano, y con tono comprensivo pronunció las palabras mágicas:

—Hágame caso, yo sé lo que me hago.

(Quizá en ese instante supo que había dejado pasar la juventud sin publicar su libro).

Su compañero asentía desde un rincón mientras extraía de su cartera, para mayor consternación, una camiseta negra, unas gafas y una pipa.

—Así parecerá usted un escritor de verdad.


(Todo emblema es el fracaso de un símbolo).

Una lágrima se desmayó clandestina tras sus lentes al adoptar la postura y, al besar el tudel, sus labios de escritor de ficción musitaron una queja que acalló el clic de la cámara:

—«Yo no soy un escritor».


(Dijo reconociéndose a sí mismo).


domingo, 8 de mayo de 2011

Homines Ex Machina



A Fran y Kike


Son —como los últimos fareros— solitarios y espartanos, con un algo de maestro de obra egipcio o un poco de aedo musculado; el único capaz de tensar una descomunal lira de plomo.


Al igual que el faro, el teatro es una sospechosa mole obsoleta, persiste más en la imaginación de lo que realmente sobrevive y hace tiempo que sobre su nuca se mece el hacha pragmática del verdugo.

Quienes viven y trabajan en su interior subsisten con jornales de esclavo y responsabilidades de malabarista. Hablo de la tribu de maquinistas de teatro, la que una vez fue mi familia y hoy me mira con merecida desconfianza; mi vestimenta repugna al rey del taladro que llevo dentro, mis músculos yacen en un paraíso discal, apenas recuerdo cómo se dobla una bambalina.

La nostalgia es sincera, sabía mejor el pan amasado con el sudor de mi cuerpo.

Admiro el espíritu dual de estos obreros del arte; los he visto cargar pesos que doblarían a un estibador mientras consolaban a delicadas bailarinas rusas. Para convertirse en uno no basta la sola fuerza o la mera pericia, es necesaria esa sabia mezcla de humores.

Buena porción de este tacto exigido es pura psicología. El individuo que vigila la temperatura exacta del baño de la diva suele ser el mismo que luego sostendrá a pulso un decorado sobre su hermosa cabeza.

Una gran mayoría de artistas establece inmediata simpatía con los técnicos. Otra, sin embargo, parece considerarlos una especie de servidumbre de alquiler, por lo que el proverbial divismo degenera en vulgar tiranía.

El maquinista es resignado y no se enfurece fácilmente. De hecho se siente más comprometido con el montaje que estas divas de turno. Únicamente si el abuso trasciende lo humanamente soportable es posible desconcentrar al maqui y verle cometer algún error. Entonces la alemana cae a peso desde el peine junto a los pies de la prima donna.

Es una broma, claro, pero sigue siendo interesante contrastar la estadística de accidentes sufridos en escena con el trato de las estrellas al equipo técnico.

Yo solamente he conocido un cáncer parecido, el director de escena Giancarlo del Monaco, el hijo con menos talento del gran Mario del Monaco, el cual sisa varios millones por entorpecer el Festival de Ópera de Tenerife.

En el lado opuesto, dos técnicos en Santa Cruz de La Palma, a cuyo cargo y responsabilidad se encuentra no uno, sino dos teatros. Dos paradigmas de eficiencia, versatilidad y ubicuidad. A ellos y a mis demás compañeros están dedicadas estas palabras.




lunes, 2 de mayo de 2011

Ergo





Cuando me sale la seriedad, me entra la risa.