jueves, 16 de septiembre de 2010

J16 Septiembre 2010: El Apocalipsis

"Plaza de los Derechos Humanos"
Serie: Apocalipsis en Las Palmas
Autor: Jorge Leal García



El señor y yo discutimos las reformas de este edificio, pero antes me ha enviado al videoclub a por dos horas en blanco.


¿Alguna nueva sobre el Fin del Mundo?, le pregunto al chico con aspecto de enterado.
Es oficial: nos pirra el Apocalipsis.


Si se presenta la ocasión y el planeta conoce su holocausto, la escena merecerá el favor del público.

La rabia proselitista de las sectas debe al tema toda su fortuna. La inminencia del fin agiliza el contrabando espiritual; una idea a la que no nos acostumbramos o que no acertamos a combatir.


La literatura le agradece un género menor, popular a la par que clásico, la escatología.

Sus virtudes son todas usurpaciones: la articulación admonitoria de los hallazgos de la mística, el refundido grotesco de imágenes mitológicas, la glosa alegórica, el hermetismo numérico...

Sin embargo, el poeta Leopoldo María Panero lo considera el único género que goza de alguna salud.


El asunto es viejo aunque siempre suena a último grito. Un grito mitad estertor triunfante mitad amenaza desesperada del moralismo bandolero.


Su momento se avecina cuando los justos se conforman con una suculenta y morbosa recompensa: el castigo para los impíos.
Lo cual ocurre cada equis tiempo, coincidiendo con fechas redondas y situaciones puntiagudas.


Al final, ya se sabe, no ocurre nada, ni siquiera le procura el descrédito al profeta de turno.
¿Por qué nos atrae tanto, qué nos aporta?

Algunas fascinaciones sólo sobreviven en el Libro de Enoc, gracias a la lectura etíope.

A su lado, el Apocalipsis de Juan, la epístola forward de un exiliado resentido (el paradigma del género), se revela como una pieza sobrevalorada amén que tremebunda, tan molesta a la liturgia como spinoza a la teología.


La cima natural de la especie, aunque algo oblicua, es el Dante del Infierno.


Cuenta con un populoso club de fans adolescente y se considera casi unánimemente lo mejor de la Divina Commedia (otra obra del exilio).
La parte que se postula por el todo.


Nadie tiene una palabra amable para el Purgatorio, tan familiar. Un germen de lo que se oye llamar novela de artistas, que se deja leer como un "who is who" y a veces no es sino eso, un paseo por el saloncito de la fama del propio Dante; un Dante fruidor (un hermano pánico), que va señalando artistas y perdonando sus paganías hasta parecer un buen tipo y no la zorra vengativa del infierno.


Los eruditos dantólogos (mi señor a la cabeza) requeteafirman que, si yo tuviera cojones, debería reconocer la superioridad del Paradiso.

El reto no nubla el encanto (el dolce color d'orïental zaffiro) de los versos del purgatorio y siempre que tengo ocasión, y aun sin venir a cuento, los pongo sobre la mesa.

Antes de morir habré de trasladarlos al español (quizá al catalán).

Malgasté mi juventud en la épica y la barbarie. De ahí me viene, supongo, esta predilección por el subgénero cinematográfico de ciencia-ficción de ambientación post-apocalíptica.
Es, exactamente como suena, una tara.


La visión del cataclismo me retrotrae a mi infancia. Para mí no hay nada más emocionante que la posibilidad de retornar al cero tecnológico. Y hasta lo juzgo estimulante (creatio ab ovo, ab nihil, ab origine).

La Pretecnología es una asignatura pánica.

Es como entullarse a croquetas de la abuela, memoria gastronómica. No obstante todo tiene un límite y el mío han sido las últimas dos tazas.

La primera: la novela a sorbitos The Road, de Cormac McCarthy, que me fue servida por Harold Bloom, Diego Gándara y Víctor Álamo de la Rosa, quienes ya me la pagarán.


La segunda: la peli que me encasquetó el chico del videoclub, que no es la adaptación cinematográfica de la novela anterior aunque le va como un guante.


Un film arriesgado, sin guión. A primera vista parece un atentado bomba contra las carreras del actor Gary Oldman y el legionario Tito Pullo.


En el revés de la carátula se lee una apasionante sinopsis de la historia.


El protagonista hace de ronin-evangelista y productor, aunque la cinta parece financiada por un lobby de adventistas del séptimo día por lo menos.


El motivo central es El Libro, como lo llamaba Mahoma. El Libro escasea, fue prohibido, tuvo culpa en el Gran Desastre (?); no se menciona cómo, resulta algo inquietante. El Bueno lleva encima el último ejemplar y El Malo lo busca porque no tiene quien le escriba los discursos.
Ergo conflicto, se juega al gato y al ratón, ambos resultan heridos de muerte.

El Malo parece conseguir El Libro y El Bueno continua con La Chica su peregrinación solar hasta una legendaria fortaleza, Último Reducto del Órden (gente armada hasta los dientes y una biblioteca organizada por materias).

Desenlace sorpresa. El Malo no logra leer una línea de El Libro porque está escrito en braille, y muere. El Bueno se lo sabe de memorieta y, moribundo, consigue arrancarse con un dictado: canta incluso los números de capítulos y versículos, desde el Génesis. La cámara se aleja. El Libro será preservado, podrá llenarse el inmenso vacío que hay en la última biblioteca en pie, un hueco justo al lado de la Torá. El público ríe. Es un gran gag.

Es un insulto a mi sensibilidad semita, pero también yo me descojono.
No me disculparé por destripar el final porque lo que me hubiera gustado es abrirle la tapa de los sesos. No diré el título de semejante pecado contra la escritura de guiones.
Denzel Washington hace de El Feo.

Nota aparte merece otro apunte.
A saber, que El Libraco en braille tendría un volumen algo mayor que una guía telefónica.

La edición braille de Cien años de soledad representa una docena de libracos como el de la peli y se puede consultar en casi cualquier biblioteca de la Once (no así la Divina Comedia (?)).

El Libro de los Libros... háganse una idea y métansela en un macuto guapo.





1 comentario:

colorprimario dijo...

A mí me encanta el apocalipsis. A mi madre no tanto. Suelo pensar mucho en esa catarsis tantas veces demorada, sobre todo cuando el vecino pone la pachanguita a todo volumen y a mi madre le da por insultarle desde el rotundo vacío del patio interior de nuestro edificio.

No sé qué opinará el vecinito sobre
el augurado fin de todo lo que existe. Pero cómo se suele decir en estos casos: nunca es tarde si la dicha es buena. Así que ya me enteraré.

Lo juro por mi madre.

Salud.