lunes, 7 de febrero de 2011

Estampa wifi


En la mesa de al lado, una casamentera india enumera en inglés las maravillas de un hombre ante una joven color aceituna de muy linda e ingenua postura.

Es un hombre mayor, sí, más de diez años mayor, le dice. Pero inmediatamente añade, abriendo mucho los ojos, que tiene unas piernas fuertes, unas piernas robustas.

Monta en bicicleta cada día.

La joven sonríe, adora pasear en bicicleta.
Pero la mamporrera se apresura a asestar otro golpe: la suya es una bicicleta estática.

Lo hace adoptando un tono confidencial, el mismo que emplearía una hermana o una madre, dada la diferencia de edad que media entre ambas, y solamente entonces se pone en evidencia el número de veces que se ha encontrado en idéntica situación.
Una intimidad tan perfectamente simulada delata profesionalidad.

Luego la toma de la muñeca y se la sacude con emoción, ¡y practica el jogging!, exclama junto al tintineo de sus pulseras. 

Está fabulosa, pero el género con que merca no está a la altura de su calculado entusiasmo.

La joven baja la cabeza abatida.
Es la primera vez que se deshace el contacto visual entre ellas. Entonces, algo cambia en el rostro de la diestra celestina. Se relaja. Y al relajarse, su verdadero ánimo florece a través de sus enormes pupilas como una revelación.

En sus ojos puede leerse la maldición al cielo del mercader que ve escaparse una venta, pero al mismo tiempo, cuando los vuelve de nuevo sobre la joven, una auténtica compasión maternal, tal vez la comprensión de quien pasó no hace tanto por el mismo trance.



Tiene dinero, dice de pronto en un tono que quiere zanjar el asunto.
La muchacha alza la vista, inexpresiva.

Mucho dinero, insiste sin soltar su muñeca y alargando las sílabas de una manera que provoca la risa de la chica.



 
Eso es todo. No volverán a tocar el tema. Aún pasarán un rato en silencio antes de que se decidan a pedir la cuenta.





Ambas creen que les corresponde pagar, esgrimen sus razones, disputan intercambiando cortesías: cariño sólo son dos cortados y por eso mismo cielo.

Ninguna da su brazo a torcer.
Durante unos largos minutos, gravita en el aire un tenso, fatídico y horripilante presagio.


Yo me precipito hacia la salida, antes de que saquen las armas y se destrocen.

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