jueves, 25 de noviembre de 2010

J25 Noviembre 2010

Uno lee por enésima vez a Platón o a Montaigne, a Gibbon o a Dante, lo que sea, y aunque en descargo lea a David Foster Wallace a Pynchon a Bellow a Lem o a Donald Barthelme, y lea y lea lecturas más inconfesables, la vida de Lazarillo una y otra vez, prospectos, pintadas, rostros, tatuajes, miradas, calendarios, siempre, siempre, se siente en el furgón de cola o como si se le hubiera escapado un vuelo. A años luz de los punteros láser y los coach de creación literaria.
Sucede casi siempre que lee a Platón.
Yo supongo que siente la soledad de revivir la antigüedad, idéntica en todo a llevar siglos de adelanto. Si le viera cruzar el Cuarto Distrito, le detendría a la sombra de las palmeras y señalaría como un poseso el libro que lleva en el bolsillo de la gabardina. El proceso es lento, sé que debería repetir la operación ene veces más una hasta sacarle una palabra, pero esa palabra valdría la pena. No tengo vergüenza ni lo que ustedes llaman dignidad. Llevo años siendo una caricatura de mí mismo y sonriendo sólo al espejo. Le gusta el jazz, el surf, los cómics, el billar, la esgrima de florete, el arte de cambiar continuamente de sentido. Es como una niña.
En cambio yo soy cínico como un gángster latinoamericano. No tenemos nada en común. Nuestra sociedad infringe toda ley y embaraza a la lógica. Si no me fuese simpático, le metería.
Si tuviésemos los mismos gustos hasta le robaría el bocadillo. Cada vez que nos cruzamos intercambiamos un imperceptible movimiento de barbilla; no lo repetimos si nos volvemos a encontrar en un mismo día. Con el resto de personas me llevo bien y echo unas risas, pero este hijo de puta tiene algo. Qué, no lo sé, algo. No he oído hablar antes de esta simpatía homicida, probablemente, un corolario del Stockholm syndrome.
Le observo en compañía de otras personas, tieso y como ausente, con su cara de cuerno.
Qué hijo puta, sólo a mí me sonríe.

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