lunes, 28 de marzo de 2011

Hasta los malditos cajones


El libro tiene inteligencia propia. La suficiente para ganarle un  pulso al autor.

Uno puede mostrarse paternal con la obra e intentar persuadirla por todos los medios a su alcance de que entre en vereda. Si no lo logra ni por ésas, probará a las malas. Los autores (y aún los autorzuelos), conocen artimañas tan sucias que harían enrojecer de envidia a [...].

Ciertamente, quiere a su libro como un hijo. Cuando sabe que no le está mirando, hasta se sonríe de su juvenil rebeldía. En esa sonrisa hay no poco orgullo, apenas se distingue de la mueca con que le arranca las extremidades y las vuelve a grapar equivocando la anatomía por ver qué se siente al contemplar un engendro abominable y dirigirse a él con entusiasmo, llamándolo su bebé.

Si el joven no recapitula ni recapacita, se le siega la cabeza con una sierra eléctrica y se le sustituye por un largo prefacio sin rostro, apenas una pulpa de humor bilioso. 

Si se niega a ingerir más alimento, practicará la técnica de la oca haciendo uso de un embudo y un calzador. Si la digestión resulta pesada, por un tajo en el ombligo desenredará el intestino y empalmará unos cuantos metros más de nudo. Si no se adapta, si no encaja en el ambiente, le atiborrará de la más dura farmacopea, miligramos y miligramos de descriptivina© y circunstanciol©, así explote.

Si pese a tales esfuerzos el muchacho se sigue resistiendo, si no existe ya manera de inculcarle lo más mínimo, ha llegado la hora de cerrarle la boca con esparadrapo y meterlo al menos un mes en un cajón.

Pasado ese mes podremos sacarlo de nuevo para seguir torturándolo con renovada fuerza y, lo que es más importante, con una perspectiva superior.

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